Comentario
En muchas regiones no puede entenderse el modus vivendi del campesinado desligado de la utilización de ciertas formas de propiedad comunal sometidas a explotación colectiva. Las tierras comunitarias ejercían una importante función subsidiaria para las débiles economías campesinas. En ellas los aldeanos podían llevar a pastar libremente sus ganados, recoger leña o frutos silvestres y hasta -en ciertos casos limitados- cultivar, de acuerdo con normas emanadas de la costumbre o codificadas en ordenamientos aprobados por el concejo del lugar.
La extensión, valor y utilización de las tierras comunitarias son generalmente poco conocidos. Para el caso francés, P. Goubert utiliza el término latino "saltus" para designar el conjunto de prados, montes y bosques sin los cuales las comunidades rurales difícilmente podían vivir, cuya protección y explotación correspondía a las propias comunidades aldeanas y que proporcionaban alimento para el ganado, madera para las casas y los aperos de labranza, ramas para la calefacción y ciertos frutos para el consumo humano.
El caso castellano es mejor conocido gracias a los estudios de David E. Vassberg. En Castilla, la tradición comunitaria afectaba a diversas categorías de tierras. En primera instancia se encontraban los baldíos o tierras realengas, de inferior calidad por lo general a las labradas y a menudo improductivas, que al no haber sido asignadas en los repartos subsiguientes a la conquista cristiana durante la Edad Media seguían siendo teóricamente patrimonio real. El uso comunitario se extendía también, no sólo en Castilla sino en la mayor parte de Europa, a la llamada derrota de mieses o derecho a introducir ganados para pastar los rastrojos en cualquier propiedad destinada al cultivo del cereal después de alzada la cosecha. Tal derecho se basaba en la fuerte asociación entre agricultura y ganadería, tradicional en el modelo de producción agraria del Antiguo Régimen. En tercer lugar, hay que citar las propiedades municipales, cuyo origen se encontraba también en la conquista medieval a los musulmanes y en la concesión real a los municipios. Dentro de esta categoría es necesario distinguir entre las tierras comunales, de libre utilización por todos los vecinos del lugar y de uso fundamentalmente ganadero, y los bienes de propios, conjunto de recursos -entre los cuales tierras- de patrimonio municipal que el gobierno concejil arrendaba para atender con el producto de las rentas a las exigencias de la hacienda local.
Cuando la expansiva coyuntura agraria de fines del siglo XV y primera mitad del siglo XVI revalorizó la tierra, incrementando su demanda, las superficies de uso comunal fueron objeto frecuente de la violencia señorial sobre las comunidades campesinas. Los señores jurisdiccionales, abusando de su poder, acostumbraron a arrendar como propias tierras que hasta entonces habían tenido un aprovechamiento colectivo. La resistencia vecinal se encauzó generalmente por vía judicial, iniciando reclamaciones y pleitos inacabables ante los tribunales. Muchos de estos pleitos se finiquitaron por vía transaccional con gran beneficio para los señores, que aprovechaban momentos de debilidad de los colectivos campesinos expropiados. En Andalucía, por ejemplo, fueron numerosos los abusos nobiliarios sobre los municipios de su jurisdicción, así como los enfrentamientos legales entre señores y vasallos. En Morón y Osuna el conde de Ureña, don Juan Téllez Girón, se apropió de gran cantidad de tierras comunales y de labor, por lo que los vecinos interpusieron un pleito ante la Chancillería de Granada en 1502. Lo mismo ocurrió en 1540 en El Puerto de Santa María, donde los duques de Medinaceli, señores jurisdiccionales, se apropiaron a fines del siglo XV y comienzos del XVI de numerosas hectáreas de tierras de labor, pasto y pinar pertenecientes a la villa, entre las cuales los fértiles cortijos de Villarana, Hinojera y la Torre y la dehesa de pastos conocida como Donadío de las Salinas.